miércoles, 24 de octubre de 2012

Caperucita Roja contra los aliens


"Caperucita Roja contra los aliens"
Capítulo 1




Les contaré una historia que pasó hace no mucho. Fue en un país como el nuestro, grande, bonito y con gente que decía quererlo mucho pero no hacía nada por él.  De ese país que les hablo era la caperucita roja.
-¿La conocen, verdad? Esa niña que vivía en el bosque y que en el camino se topaba con un lobo, que luego se come a su abuelita y todo eso. Si se acuerdan, yo lo sé, y si no se acuerda vayan a que les cuente su mamá la historia, porque yo les voy a contar lo que pasó después.

No habían pasado muchos días del incidente cuando la mamá de la caperucita se dio cuenta de que algo no andaba bien. Su hija no quería salir de la casa, no se acercaba a puertas ni ventanas y cuando escuchaba un aullido se ponía  a llorar. Su madre, preocupada por lo que sucedía, consultó al cazador.

El cazador era un hombre de ciudad que en sus vacaciones se dedicaba a la cacería, le comentó a la mamá de la caperucita de un hospital psiquiátrico donde habían llevado a conocidos que en algún momento fueron atacados por animales. La mamá de la caperucita pensó que esa debía ser la mejor opción, tomó el teléfono que le ofreció el cazador y llamó. A la mañana siguiente, muy temprano, llegaron dos enfermeros grandes y fuertes junto con una pequeña mujer peligrosa que se identificó como la doctora.

La pequeña mujercilla, de mirada profunda y penetrante, analizó por horas a la caperucita, mientras que ella, asustada, observaba a los musculosos enfermeros sin mover la mirada. El diagnostico tardó en llegar pero fue contundente. En palabras que la mamá de caperucita pudiera entender su hija estaba loca.
Con el consentimiento de su madre los dos enfermeros tomaron a la caperucita de los brazos y se la llevaron. Su madre lloraba mientras la doctora le decía que era lo mejor.
Pasaron varios años y un buen día la doctora decidió que era momento de dejar salir a la caperucita. La niña estaba curada, comía, se acercaba a puertas y ventanas, hasta podía escuchar aullidos sin ponerse a llorar. La doctora había cumplido con su misión y devolvió a la caperucita sana y salva a casa.

Cuando Ricardo y Bernardo, los dos musculosos enfermeros de los que la caperucita se había hecho gran amiga la dejaron bajar, se dio cuenta que algo había cambiado. Su casita lucía abandonada; de las macetas donde antes yacían flores de colores crecía hierba sin control, las ventanas estaban rotas y cubiertas por telarañas. La sillita donde solía mecerse por las tardes estaba despintada y algunas astillas le saltaban. Además de que del bosque que años atrás rodeaba a la casa no quedaba nada, habían edificios, un Oxxo (si, también ahí hay Oxxos), un centro comercial, botes de basura, espectaculares y donde solía correr un riachuelo había una súper avenida donde circulaban muchos coches.

La caperucita no tenía palabras, los dos enfermeros se despidieron, subieron a la ambulancia y marcharon de vuelta al psiquiátrico. La caperucita comprendió entonces que en su ausencia todo había cambiado. Empezando por ella que ya no era una niña, ahora era una mujer. Su rubia cabellera le salía por los lados de la caperuza  que la doctora Samanta le había regalado, su blusa blanca que contrastaba con el rojo de su capa le quedaba corta y dejaba al aire su obligo y las caderas además de que sus pechos lucían apretados por lo pequeño de ésta. Sus shorts eran la misma historia, le quedaban cortos con lo mucho que le habían crecido las piernas.

La explicación era que su mamá llevaba años sin enviarle ropa nueva, o alguna carta, o algun pequeño regalito, su abuela era la única que se acordaba de ella, pero también hacía mucho tiempo que no le enviaba algo de su talla, así que vivía de lo que le regalaba Samanta, que era lo que otras pacientes iban dejando. Bernardo no se quejaba de su apariencia ni de su forma de vestir, solía verla de reojo y sonreír, lo que causaba el enojo de la doctora, con Ricardo era distinto ya que el solía ver de esa manera sólo a Bernardo.

Caperucita se acercó a la puerta y tocó, la puerta crujió y se terminó de abrir. La casa estaba vacía, no quedaban muchos muebles, había mucho polvo, pero sobre todo, obscuridad. Su casita nunca había estado obscura, fue a la ventana más cercana y corrió las cortinas. En lugar de que entrara un fuerte rayo de sol una tenue lucecilla la acarició.

Desde donde antes solía verse el bosque, vio el patio trasero de unos apartamentos, ropa colgada, contenedores de basura y una rata gorda comiéndose los restos de una paloma.

La caperucita tomó aire y pensó lógicamente, como adulto, algo que le enseñaron a hacer en el psiquiátrico. No debía ser como el señor Cojines que corría como loco cuando sentía miedo y destruía cuanto cojín se topara, ni debía ser como esa niñita que no comía ni se acercaba a puertas o ventanas, o que al escuchar un aullido lloraba.

La caperucita era una mujer sana, que pensaba lógicamente, cerró la cortina y exploró la casa. Cuando llegó a la conclusión de que hacía años de que ahí no viviera nadie la caperucita salió en busca de la casa de su abuela.

Salió de la casa, respiró profundo y comenzó el viaje. De vez en cuando le daban permiso para que saliera del psiquiátrico, así que supo fácilmente moverse por los nuevos caminos que habían sustituido al pequeño camino empedrado del bosque.

El lugar tenía ciertas semejanzas con lo que había sido, en lugar de los altos pinos que tapaban el sol estaban los grandes edificios, en lugar de hojas caídas estaban las bolsas de basura y pequeños papeles, en lugar del humo de una fogata distante se veían los gases contaminantes que emanaba una fábrica.

No muy lejos se encontró el riachuelo, donde más que agua había basura y lodo, en lugar de peces, latas y  de ranas, pañales usados. Las viejas botas que en uno de sus cumpleaños le regaló la señora Karla, una ancianita a la que nunca pudo convencer de que era niña y no un niño como ella pensaba, le sirvieron para cruzarlo sin tener que meditarlo.

Después de dos o tres callejones y otra gran avenida llegó a donde antes de encontraba la cabaña de su abuelita. El lugar mantenía la esencia, pero igual había cambiado. Ignorando el hecho de que antes la cabaña de su abuela habría sido digna de ser una postal, la fachada del nuevo edificio seguía siendo la misma. “Casa de descanso el viejito feliz” era lo que decía un enorme espectacular a un lado de la entrada.

Sin esperar nada la caperucita entró al lugar y preguntó a una enfermera por la antigua dueña del lugar. La enfermera, llamada Teresa como decía su gafete,  la guio alegremente por la casa platicándole que hacía años nadie visitaba a la señora. Al llegar a la puerta de la que debía ser su habitación Teresa preguntó por la relación que tenía con la ancianita, cuando la caperucita le dijo que era su abuelita Teresa palideció. La enfermera abrió la puerta y se hizo a un lado para dejarla pasar antes de marcharse.

Por un momento la caperucita roja quedó tan pálida como lo había estado la enfermera. La habitación era la misma, vinieron rápidamente a su mente imágenes que había borrado con tanto trabajo. Sangre por todas partes, la mesita tirada y los restos del lobo a un lado, el animal se encontraba abierto del estómago y con la cabeza destrozada donde le habían dado el escopetazo  con los restos regados por la habitación y algunos pegados en el techo.

Caperucita respiró profundamente, una y otra vez, la habitación estaba limpia, habían toallas en la mesita de noche, una televisión pequeña encendida mostrando alguna novela mala del canal local (¿cómo lo sé? Fácilmente identificable por las pésimas actuaciones y tan falsos diálogos), en el centro de la habitación, en una cama eléctrica con rueditas y diez mil tubos conectados que llevaban a líquidos de colores exóticos se encontraba su abuelita.
-¡Caperucita! exclamó fuertemente, ¿has venido a visitarme? ¿trajiste las galletitas y panecillos que me preparó tu madre?-
La alegría que había provocado en ella el que su abuelita la reconociera se perdió junto con sus palabras. En el psiquiátrico había muchas personas como ella, que lentamente lo iban olvidando todo.

En ese momento regresó la enfermera, tomó la mano de la caperucita y le dijo lo mucho que lo sentía. Hacía diez años que su abuela había fundado la casa de retiro y no mucho después comenzó a sufrir el Alzheimer. La enfermera se compadeció de la caperucita y tras darle un abrazo le dijo que alguien la quería ver. Se quedaron un momento ahí, la caperucita abrazó a su abuelita y le dijo que luego le daría las galletas, la viejita le dio las gracias, volteó a ver su novela y ahí se perdió.

Salieron de la habitación sin despedirse, al llegar a la recepción se encontraron con un hombre mayor, de pelo canoso, muy obeso, que se encontraba sentado en una silla de ruedas ya que le faltaban las piernas. No hubo signo de sorpresa en el rostro de la caperucita cuando se enteró que aquel hombre sentado frente a ella había sido el cazador que en su niñez le salvó la vida. El hombre le pidió a la enfermera si los podía dejar a solas, una vez que Teresa regresó a cumplir con sus obligaciones el cazador contó su historia.

Cuando la caperucita se marchó al psiquiátrico, su madre se dio cuenta de que la pensión que le pagaba su ex esposo no sería suficiente, así que comenzó a trabajar. Un empleo no fue suficiente, así que por las noches lavaba la ropa de  las familias de los nuevos edificios que comenzaban a construir en la zona. Aun así el dinero que ganaba no fue suficiente para pagar los medicamentos y la estancia de la caperucita en el psiquiátrico, fue entonces cuando a su abuela se le ocurrió la idea de convertir en asilo su cabaña.

Los primeros años les fue bien, hasta se daban el lujo de enviarle regalos regularmente a la caperucita y su madre pudo dejar de trabajar por las noches.  Pero cuando todo parecía mejorar, la mamá de la caperucita comenzó a sentirse mal, primero pensaba que era la tristeza  de estar lejos de su hija, así fue como comenzó a visitar al cazador para que la consolara. Llegó un día en que ni sus constantes visitas fueron suficientes así que decidió visitar al doctor. La pesadilla comenzó en ese momento, cuando le diagnosticaron cáncer. La mamá de la caperucita luchó contra todo, para pagar los gastos de su hija, para cuidar a su madre que poco a poco lo olvidaba todo y pagar el tratamiento contra el cáncer. No duró mucho  y un día su espíritu de lucha se apagó.

El cazador le explicó a la caperucita que su madre había dejado todo lo que tenía a su nombre, además de que sus ahorros más el seguro de vida servirían para seguir pagando su estancia en el psiquiátrico hasta el día en que se curara. Su madre le pidió a todos guardar el secreto, y tan bien lo hicieron que en el psiquiátrico nadie se enteró.

El hombre se aproximó a la caperucita y le ofreció todo su apoyo, pero en sus ojos lo único que vio fue otra cosa, le recordaban las miradas de algunos enfermos peligrosos hacia las enfermeras o hacia ella. Le agradeció de buena forma al cazador, pero le dijo que ella podía valerse por si misma. En la cara del hombre se asomó la decepción, pero supo guardársela, le ofreció el número de cuenta de su madre, como sacar el dinero y una cantidad en efectivo y mencionó que siempre que necesitara algo podía irlo a visitar, cerró la conversación con una sonrisa que dejaba claramente ver lo que pensaba.

Caperucita se despidió del cazador y de Teresa, pasó a darle un beso a su abuela y luego salió para enfrentarse al mundo.

Esa noche durmió en su antigua habitación, en el suelo, ya que el colchón lo tuvo que sacar ya que era un nido de ratas. A la mañana siguiente, muy temprano, fue al banco donde vio que el dinero dejado por su madre le bastaría para vivir bien por un tiempo, pero tendría que manejarlo bien y conseguir un trabajo, así que no se quedó quieta y siguió con su plan.

Primero se dedicó a comprar ropa, descubrió entonces que una parte de ella tenía eso que tanto salía en la tele, le encantaba comprar, eso lo descubrió al utilizar por primera vez la tarjeta de crédito. Se compró pantalones de mezclilla, mientras más rotos y deslavados mejor. Luego una serie de blusas nuevas, optando por llevar puesta una blusa rosa pequeña del mismo tamaño que la anterior con  la leyenda “Bad girl”.

Se compró una bolsa, una mochila, maquillaje, una que otra chuchería y un perfume exótico, pero, lo que al final encontró la dejó cautivada. Era un suéter, tenía bolsitas laterales donde guardar las manos y una capucha, pero lo mejor es que era roja, era perfecta. No compró uno, ni dos, sino todos los que había en existencia. Guardó en su mochila la antigua caperuza y se puso su nuevo suéter, no podía ser más feliz, o eso pensaba.

Por último paseó toda la plaza en busca de algo. En sus años en el psiquiátrico, sólo una vez conoció el amor, era un muchacho que trabajaba en una panadería cercana. Desde la primera vez que se vieron hubo algo y luego otro algo y así hasta que la caperucita no dejaba de pensar en él. Un día la caperucita hizo algo que nunca hacía, se peinó, se maquilló, se arregló de pies a cabeza. Samanta la ayudó y una vez lista salió en busca del enamorado. Se encontraron en el lugar de costumbre, ella lo recibió con un beso, ese día la caperucita se lo devoraría (la caperucita feliz río para sus adentros).  Pero algo no salió bien, o estaba fuera de lugar. El aliento del muchacho apestaba, era a alcohol, del barato, del que tomaban los guardias del hospital en los festivos y parecía que estaba bañado en él. El beso pasó a ser una mordida, mientras que sus uñas la lastimaban, luego, por la fuerza, le rompió la blusa.

La niña no se dejó, dio un rodillazo por lo bajo y luego de un ganchazo lo tumbó, las clases de defensa personal sirvieron de maravilla, caperucita corrió pero el muchacho la logró agarrar por el pie y tirarla al suelo. El golpe la atontó pero no lo suficiente, una patada en el rostro bastó para noquearlo.

Al enterarse Ricardo, quien guardaba demasiados secretos sobre su persona, le enseñó a la caperucita a usar armas para poderse defender en un futuro. A partir de ese día, Ricardo la inscribió a un curso de esgrima además de las clases regulares de defensa personal que comprendían varias artes marciales y estilos de lucha. Por las noches le enseñó a disparar, a lanzar cuchillos y le regaló un muñeco de trapo para practicar, mientras que de día pasaba horas en el gimnasio. Años pasaron para que un día Ricardo le regalara una vieja espada a la que ninguno de sus muñecos de trapo sobrevivió.

Eso era el algo que buscaba y lo encontró en una vieja casa de empeños. Cuando la vio en el mostrador supo que era lo que buscaba, supo inmediatamente que debía ser suya, era antigua pero su filo era excepcional. Cunado la pagó, sacó un cuchillo de su bolsa y a pesar e los gritos del dueño de la casa de empeños escribió en la funda “Lobo feroz”.

Las siguientes semanas fueron extrañas, en los noticieros hablaban de extrañas luces en el cielo y de gente desaparecida. Pero caperucita no tenía tiempo de fijarse, consiguió un empleo de medio tiempo en una cafetería cercana (empleo mal pagado, sin prestaciones, que por alguna reforma de un mal gobierno se permitió), mientras remodelaba su casa.

Pintó, barrió, sacudió, compró muebles y poco a poco se fue haciendo de una pequeña armería, su hobby consistió en conseguir armas filosas, armas de todo tipo, tamaño y forma para así decorar su sótano. Una vez que estuvo lista la casa descansó. Antes de acostarse a dormir esa noche se acercó al espejo, algo le faltaba en su nueva vida, y la conclusión fue que nada le faltaba, sino que algo le sobraba. Cogió un cuchillo y se cortó el cabello.

La mañana siguiente no llegó, un grito despertó a la caperucita y un disparo la hizo salir de la cama.  Salió corriendo de la casa, lo primero que vio fue un cuerpo calcinado y frente a él, una extraña creatura. No se lo pensó dos veces, alzo la pierna, cogió el cuchillo que tenía en el tobillo y se lo lanzó a la creatura. Ésta cayó muerta.

Caperucita suspiró. No era el único, decenas de creaturas que se encontraban en la calle voltearon a ver a su compañero muerto, y eso no era lo peor, el cielo estaba repleto de naves, caperucita volvió a suspirar, y mirando a la distancia exclamó.
-Abuelita- 

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